Cartas Desde el Norte (capítulo II)

El Camino

 

En las noches de invierno, con el cielo despejado, miraba hacia el Sur en busca de la estrella fugaz que, caprichosa, rasgaba el firmamento iluminando intensamente la bahía.

Subió la colina a oscuras. Llevaba consigo algunas monedas de plata envueltas en un pañuelo que formaba un atillo. A duras penas intuía donde poner lo pies al avanzar.  En varias ocasiones las piedras de la ladera le jugaron malas pasadas y estuvo a punto de caer.

A lo lejos vio una luz que se desplazaba por el horizonte. Se acercaba, aunque muy lentamente, su movimiento era casi imperceptible, parecía fija. Pensó en un barco, un carguero quizá, de los que cruzaban las costas todas la noches. De pequeño solía observarlos imaginando los exóticos destinos en los que descargarían sus mercancías y se sentía pirata por un rato surcando mares desconocidos de peligros constantes. Estos pensamientos le provocaron melancolía, una melancolía que se concentraba en su diafragma y le provocó varios suspiros y que moviera en vaivén su cabeza antes de volver a la realidad bruscamente tras dar otro traspié con una roca.

Miró de nuevo hacia lo que creía debería ser la cima de la colina. Aún quedaba un trecho y la ladera parecía inclinarse por momentos. Le pareció curioso sentir a la vez como sus piernas estaban calientes por el esfuerzo, casi agarrotadas, y sus pies fríos.

Sus zapatillas deportivas apenas conseguían calentarlos en aquella noche fría de invierno. Volvió de nuevo su mirada hacia la costa. La luz del barco se había multiplicado por dos en su derrota hacia la costa. Seguramente se dirigía hacia el puerto que estaba tras la colina. En otras circunstancias le hubiera gustado llegar a la cumbre y observar desde allí las maniobras de atraque y descarga.

El tiempo se le agotaba. Intentó mirar la hora por no pudo distinguir las agujas de su reloj. Desistió a la par que aceleró el paso.

No había luna, el cielo estaba salpicado de miles de estrellas, el mar en silencio reflejaba aquella cúpula punteada de pequeñas luces repartidas de manera caprichosa. Se sintió pequeño, fugaz  ante aquella inmensidad.

De repente, sin aviso, apareció la Señora.  Majestuosa, con su traje verde, vestida de gala.

Nunca tuvo miedo de ella, a pesar de que su abuelo le había prohibido hablar de ella o mencionar su nombre. Aún hoy en día no entendía que pudiese haber relación entre la Señora y los malos augurios. Siempre hubo que ignorarla, mirar para otro lado, agachar la cabeza y hacer como si no hubiera venido a visitarlos. Sin embargo, siempre se quedaba maravillado cuando aparecía con su caminar zigzagueante, su coreografía meticulosamente ensayada, su manera de aparecer y desaparecer por sorpresa.

Imagen: Mj Sierra
Texto: Lúa da noite 

Cartas Desde el Norte (capítulo I)

 

Al Principio

Apareció así sin más.

Vino del Norte y se quedó.

Al principio era extraño verlo ahí. Pero con el tiempo pasó a ser algo familiar, cotidiano, como las lentejas.

En las noches de invierno, con el cielo despejado, relucía como si tuviera luz propia. A veces me parecía que sus colores cambiaban de gama según el tiempo- Incluyo,  a veces creí ver cambios según el estado de ánimo.

Cortázar, mi vecino, no podía ni acercase. Decía que irradiaba un ‘nosequé’ que le daba como dentera o escalofríos. Yo le observaba con cara de asombro unos segundos y me echaba a reír a carcajadas. Cortázar, un tiarrón de dos metros, marino retirado, y la dentera,  no eran compatibles. La humedad del Tiempo la llevaba incrustada en sus manos.

 Eran otros tiempos.

La calle ha cambiado mucho ahora. La casa de Cortázar es ahora una boutique ‘chic’ abierta por un empresario de la capital. El descampado donde solía jugar de chico ahora es un jardín con columpios ultramodernos y losetas de goma en el suelo. No me entiendan mal, así es como debe de ser en estos tiempos, pero prefiero el descampado donde crecí.  Aquel campo de batallas imaginarias, aquellos circuitos trazados en la arena con las manos, los partidos donde las porterías se delimitaban con dos simples piedras, las chapas, las canicas, hacer los agujeros del ‘guá’ en la arena, mancharse de tierra y barro, salir a jugar a la calle con la merienda…Esa libertad de niños,  hoy perdida,  se echa de menos.
Aun así, la algarabía que se sigue oyendo en los parques infantiles cada tarde de sol, llenaba de hermosas sensaciones el rostro de Cortázar.

Mientras observaba como había cambiado todo en estos años, vi  aparecer a Alicia calle arriba. Sorprendido, dudé si salir a su encuentro o esperar a que llegara junto a mí por miedo a que no me reconociera. Sin embargo, antes de que me decidiera, Alicia levantó su brazo en señal inequívoca de saludo. Sonreí y comencé a caminar hacia ella.

Imagen: Xose de la Paz

La dirección es aproximada

 

 

 

La dirección es sólo aproximada

*

Imaginar,

asombrarse, compartir, soñar,

deslizarse por los hilos plateados

de un deseo tan mágico como añorado.

Renombrar los pasos.

Un velero o una burbuja ¿ a dónde irán?

Faro,  puerto,  océano, un árbol frío y seco;

 montaña o acantilado; carretera,  bosque,  ciudad;

ruta, …¿y por qué no Central Park

si la noche es estrellada

y un firmamento entero aguarda

para contar cuentos de una estrella errada?;

Lugares imprevistos sentidos a la par

que un susurro silba en el recuerdo.

*

En la vereda  habitamos, en el cauce  nos hallamos.

*

Transportar sentidos a paisajes imaginarios.

La dirección es sólo aproximada.

En la distancia vulnerable, ese instante permanece,

se mantiene en pie con el puño alzado,

en lucha continua por llegar a los vértices azules

por divisar en la lejanía los límites

siempre ajenos a nuestra llegada.

*

Reconforta encontrarse en el mismo silencio.

*

Amarramos a puerto.

La estela se difumina en blanco

junto con el tiempo agotado.

Recomenzar  de nuevo.

La dirección sólo será aproximada.

*

M. J. Sierra