Cartas Desde el Norte (capítulo I)

 

Al Principio

Apareció así sin más.

Vino del Norte y se quedó.

Al principio era extraño verlo ahí. Pero con el tiempo pasó a ser algo familiar, cotidiano, como las lentejas.

En las noches de invierno, con el cielo despejado, relucía como si tuviera luz propia. A veces me parecía que sus colores cambiaban de gama según el tiempo- Incluyo,  a veces creí ver cambios según el estado de ánimo.

Cortázar, mi vecino, no podía ni acercase. Decía que irradiaba un ‘nosequé’ que le daba como dentera o escalofríos. Yo le observaba con cara de asombro unos segundos y me echaba a reír a carcajadas. Cortázar, un tiarrón de dos metros, marino retirado, y la dentera,  no eran compatibles. La humedad del Tiempo la llevaba incrustada en sus manos.

 Eran otros tiempos.

La calle ha cambiado mucho ahora. La casa de Cortázar es ahora una boutique ‘chic’ abierta por un empresario de la capital. El descampado donde solía jugar de chico ahora es un jardín con columpios ultramodernos y losetas de goma en el suelo. No me entiendan mal, así es como debe de ser en estos tiempos, pero prefiero el descampado donde crecí.  Aquel campo de batallas imaginarias, aquellos circuitos trazados en la arena con las manos, los partidos donde las porterías se delimitaban con dos simples piedras, las chapas, las canicas, hacer los agujeros del ‘guá’ en la arena, mancharse de tierra y barro, salir a jugar a la calle con la merienda…Esa libertad de niños,  hoy perdida,  se echa de menos.
Aun así, la algarabía que se sigue oyendo en los parques infantiles cada tarde de sol, llenaba de hermosas sensaciones el rostro de Cortázar.

Mientras observaba como había cambiado todo en estos años, vi  aparecer a Alicia calle arriba. Sorprendido, dudé si salir a su encuentro o esperar a que llegara junto a mí por miedo a que no me reconociera. Sin embargo, antes de que me decidiera, Alicia levantó su brazo en señal inequívoca de saludo. Sonreí y comencé a caminar hacia ella.

Imagen: Xose de la Paz

No está bien hablar de los muertos, por Carlos Muñoz Clares

 

 

 

Nunca me ha gustado que saquen a colación la muerte reciente de alguien. Sobre todo, si ocurría en uno de mis ratos de ocio en el bar, porque, uno acude a esos sitios para relajarse un poco, ver caras que normalmente no ve, jugar una partida al billar y a charlar al amparo de un buen güisqui sin hielo. Si cualquier día no acude uno de los habituales, se debe pensar que no ha podido acudir por alguna razón personal o que no ha querido, simplemente. A lo sumo, se puede uno aventurar a deducir que ha caído enfermo, nada grave, y que cualquier día de estos regresará. Si transcurrido el tiempo, su taco de billar sigue colgado en la pared, se debe considerar la posibilidad de un cambio de trabajo en otra región, y lo descuidada que es la gente a la hora de hacer los traslados, que se va dejando las cosas por ahí. Hay personas que se dejan mujer e hijos en los traslados. Hasta ese extremo se puede llegar si se vuelve uno descuidado. Pero, sin salirnos, volviendo al asunto que nos ocupa, eso es lo que se debe pensar, y no en la muerte, esa cuenta pendiente que toda persona que se precie de ser respetable desea dejar de pagar. Yo, por esa razón, nunca pregunto. Sin embargo, hay personas que no sólo preguntan sino que están pendientes de cuando se muere uno para tener conversación.

Ayer mismo me acerqué, como acostumbro a hacer cada cierto tiempo, y siempre en viernes por la tarde, a uno de esas madrigueras oscuras y calientes donde puede ocurrir que no acuda ninguna de nuestras madres. Nada más entrar, alguien del grupo preguntó: ¿Oye: ¿os habéis enterado de lo de…? Todas las personas presentes bajaron con gesto triste la cabeza, pero como nadie preguntó nada, mis esperanzas se centraron en que el peligro pasara pronto, y que todo volviera a la normalidad tras unos segundos. Se impuso entonces un tiempo de silencio, obligado, en el que la mayoría echó la vista hacia las colillas del suelo o las patas del taburete del que tenía sentado enfrente. Duró poco. Lo suficiente para bajar el tono de alegría con que yo había llegado.

Sin darme tiempo a reaccionar, el mismo que había lanzado la pregunta quiso, de la misma forma que el matarife revuelve con sus dedos gruesos la sangre con la cebolla, revolver los entresijos del fallecimiento con su impertinente lengua, y así, comenzó a dar explicaciones con todo lujo de detalles, a mi parecer de muy mal gusto, sobre el triste acontecimiento: que si estaba desnudo en el sofá con el mando en la mano, y en la pantalla  El diario de Patricia. Porque, a ver, qué necesidad tenía yo de oír todas aquellas cosas mientras pensaba lo desagradecida e injusta que puede llegar a ser la vida en ocasiones. Podía  callarse, – pensé –; yo, lo único que deseaba era pasar un rato agradable, pero ni siquiera conseguía que la camarera me hiciera caso, tan pendiente que se encontraba de la conversación morbosa. Y entonces, añadió como si hubiera encontrado la exclusiva de su vida: “Precisamente estuvo aquí hace poco. Y se le veía tan bien, de buen humor, normal y corriente, como era él, ¡vamos, que no parecía que le ocurriera nada… Y, sin embargo, ¡fíjate!, criando gusanos que está”. Eso último me afectó mucho. Porque ya que hablaba de una persona conocida podía tener la delicadeza de utilizar otra expresión como, el pobrecito ya no está entre nosotros o algo así, pero, criando gusanos suena fatal y parece que está dicho a mala leche. Porque, además, se dice criando malvas, que son plantas con flores bonitas. Nada más escucharlo, vino a mi imaginación la escena del cuerpo metido en un ataúd, las paladas de tierra húmeda cayendo encima hasta cubrirlo, los golpes sordos de la pala del enterrador que aprieta bien la tierra. A partir de ahí, el frío, la oscuridad, la soledad, y sobre todo, los insectos dándose un banquete a tu costa. Se me hizo un vacío en el estómago. Estuve a punto de irme, pero parecía que la mesa de billar quedaría pronto desocupada, y entonces, tomaron el relevo las personas partidarias de llevar a cabo un monográfico de la cuestión. Comenzaron por las virtudes como, “era tan bueno que se pasaba a tonto”, a lo que otro contestó que, muy tonto muy tonto no era, que a él se le había muerto debiéndole trescientos euros, y que a ver cómo los cobraba ahora. O sea, que lo que querían era rajar, así que pasaron a hablar del tamaño de los cuernos que portaba sin saberlo. Cuando terminaron ese punto, parecía que todos se habían acostado con ella menos yo.  Y no hay ninguna necesidad de hablar así de un muerto. A lo mejor lo sabía y lo llevaba con dignidad. ¡Vosotros qué sabréis del amor, pedazos de bestias!, pensé para mis adentros. En todo caso no era necesario, ni tampoco otras muchas cosas que allí se dijeron. Lo que hay que hacer con un amigo, como dice la canción, es perdonarle sus deudas y enterrarlo con pena, aparte de no acostarse con su pareja.

Como ocurre en demasiadas ocasiones, el  chistoso de turno, el que menos se espera uno, se ofreció para consolar a la viuda. Y eso me resultó ya de una falta de respeto y un mal gusto intolerable. Por eso digo que nunca me ha gustado llegar a un sitio donde hay personas conocidas que sacan a colación la reciente muerte de otra, pero desde ayer, es que lo odio, sobre todo, porque los muy cabrones hablaban de mí.

Carlos Muñoz Clares

(La imagen la encontré  aquí)